Editorial
¿Qué está pasando con las drogas ilegales en el Ecuador en el 2024? Nada muy diferente a lo que ha venido ocurriendo en los últimos siete u ocho años. O quizás sí. Depende de con qué ojos lo analicemos. Tal vez estamos en un punto de no retorno a un país en donde hace no mucho se indultaron a pequeños traficantes de sustancias o donde se colocaron umbrales de consumo como garantías de protección de derechos para los usuarios.
No se trata de hacer comentarios favorables a la política de drogas de los años de Correa (2007-2017). Se trata de observar de la manera más objetiva posible el momento que vivimos haciendo una retrospectiva. Se trata de hacerlo así porque la política de drogas es un muy complicado rompecabezas con tantas piezas que a veces resulta complicado identificarlas, mucho más colocarlas en su lugar.
En la política integral de drogas ilegales hay intersecciones con los derechos humanos, la salud, las economías ilícitas, las (in)capacidades del sistema judicial, los hogares rotos por los encarcelamientos o adicciones, el crimen y la seguridad ciudadana, el empleo, la diversión y el entretenimiento, etc. Sí, muchos órdenes de la vida en sociedad tienen que ver con las drogas. Así, ignorarlas no es lo recomendable. Peor culpar a su existencia y consumo por los males de la nación.
Tras cumplir seis meses como presidente de la república, Daniel Noboa ha terminado su primer semestre de gobierno con un balance objetivamente negativo en términos de su política de drogas en el contexto de un país que vive niveles horribles de violencia.
A estas alturas el Ecuador y el mundo ya saben que tenemos una de las peores tasas de muertes violentas de las Américas con más de 40 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Hace cinco años no pasaba de 4.
La ausencia de las instituciones del Estado en el diseño responsable e informado de políticas de drogas sostenidas en la protección de derechos humanos es la triste realidad histórica del país, con contadas excepciones.
De hecho y citando la conocida obra La Economía Política del Narcotráfico, la historia de la política del Estado ecuatoriano en el control de drogas hasta los años 80 es básicamente la historia de la ratificación de una serie de convenios suscritos previamente en foros internacionales que poco o nada tuvieron que ver con los derechos humanos o la rehabilitación.
La obra argumentaba que el país no ha tenido al consumo de drogas como un problema que afecte a su población. “No ha sido un tema histórico”, puntualizaba Adrián Bonilla.
A pesar de reconocer en aquel entonces al Ecuador como un actor periférico en relación con las decisiones derivadas de la Guerra Contra las Drogas y de ser un territorio donde existe lavado de dinero ilícito derivado del narcotráfico, quizás Bonilla no alcanzó a dimensionar lo que estaba por venir.
Cálculos citados en la misma obra indicaban que el lavado en actividades productivas “podría superar el 10% del PIB”, casi 14 mil millones en 1989. En el presente, nadie sabe con certeza la magnitud del problema, mientras todos nos damos cuenta de la contribución del lavado en el sostenimiento de la dolarización, un hecho que Noboa en parte reconoció con su reforma tributaria vigente desde diciembre del 2023.
Pero entonces, ¿en qué momento las drogas ilegales se volvieron un tema? Algunos dirán que fue justamente en los 80 cuando Febres Cordero metió al país rápidamente en la lógica agresiva de la Guerra Contra las Drogas.
Otros dirán que fue a finales de los 90 cuando el Ecuador entró en una severa crisis económica mientras la juventud empezó a mirar con mayor curiosidad la temática, en parte por el acceso al internet y sus narrativas digitales alternativas.
Otros apuntarán al 2008, año en que Correa reformó la Constitución para reconocer la existencia del consumo de drogas, aun desde una mirada moralista, que lo colocó desde la partida como problemático a pesar de no existir evidencia de que sea así.
Sea cual fuere la respuesta, el Ecuador se ha sofisticado en ciertos aspectos para abordar el fenómeno de las drogas ilegales, evidenciado con la llegada de perspectivas académicas anti prohibicionistas desde contados centros de estudio y universidades hasta actitudes sociales más liberales frente al consumo.
Las investigaciones sobre los costos judiciales de la prohibición o el surgimiento de nuevas narrativas periodísticas sobre consumos son algunos ejemplos que han dado algo de respiro dentro de los esquemas sociales ecuatorianos, muy resistentes al cambio y marcadamente conservadores, especialmente para hablar de drogas.
Sin embargo, la realidad sobre las sustancias ilegales en el país es aún demasiado sombría como para ver el futuro con optimismo.
De hecho, lo que hemos visto en los últimos siete años en el país es desolador, no solo por el incremento de los índices de violencia y muerte relacionados íntimamente con el prohibicionismo sino también por el abandono intencional prácticamente total del Estado a una política de drogas humanista.
En un aparente avance de la política pública en el contexto del régimen de prohibición de los años 80 y 90 en Ecuador, algunos académicos y juristas vieron a las garantías de la Constitución del 2008 como un momento para finalmente abordar el “fenómeno de las drogas” desde una perspectiva de defensa de derechos.
Así, los perdones a las “mulas” y la concepción de los citados umbrales como criterios alineados con esa defensa fueron positivos, al menos en la teoría, porque en la práctica hubo problemas, pues cinco años después de las reformas a las escalas de los umbrales y a la implementación de medidas por parte del Estado en lo relacionado a la política penal de drogas, cifras oficiales muestran que, a diciembre 2019, existieron 10.536 personas privadas de libertad por delitos de drogas, que representa el 27% del total de personas privadas de libertad por otros delitos; y que comparado con el año 2015, refleja un incremento del 206%.
Asimismo, las detenciones realizadas por la Policía Nacional relacionadas a drogas en el año 2019 alcanzaron las 11.080 personas; número de personas que es menor en 10% frente a las detenciones realizadas el 2018 y superior en un 7% a las detenciones realizadas el 2015.
La adopción de una conceptualización moral sin sustento alguno en datos para aseverar que las drogas son un tema de salud pública y nada más fue más problemática.
Los planes nacionales para tratar con las sustancias siempre han estado artificialmente manipulados y distorsionados con adivinanzas, inexactitudes, creencias personales y sobre todo, miedo. ¿A qué? La principal razón es quizás el inquietante prospecto de arruinarse la vida por el consumo de drogas duras como la “H” o la creencia sin sustento de que un gran porcentaje de la población nacional las toma.
Por ejemplo, la marihuana, empíricamente las droga ilegal más consumida en el Ecuador, tiene una base de usuarios en el país pero nadie sabe el tamaño.
Según la Organización Mundial de la Salud, 2,5% de la población mundial (147 millones de personas) la consume con prevalencia anual. Si aplicamos ese mismo porcentaje a la población nacional, entonces 450.000 personas la consumen anualmente. Pero simplemente no sabemos.
Durante siglos, las drogas han sido temas de interés, de conocimiento ritual, científico, toxicológico… argumentaba Antonio Escohotado, autor de Historia General de las Drogas. ¿En qué momento pasamos de abordar esta realidad humana (la existencia y el consumo de enteógenos en todas las culturas) desde la curiosidad y rigor de los estudios antropológicos o las prácticas chamánicas a la abrasiva esquizofrenia colectiva de la prohibición, al punto de llevarnos a la catástrofe moral que vivimos hoy?
Si eso resulta anodino para algunos lectores, quizás los problemáticos costos producto de la criminalización y del prohibicionismo tengan una mayor relevancia.
Según datos publicados por Parametría en Política de drogas en Ecuador: Un balance cuantitativo para transformaciones cualitativas, en el 2015 el Ecuador gastó 183 millones de dólares para la aplicación de la ley por delitos relacionados con drogas, distribuidos por macroprocesos: 157 millones en procesos de detención de personas relacionadas con delitos de drogas (interdicción) , 22.6 millones para procesar a 4.343 personas por delitos de drogas (judicial) y 3.1 millones para mantener a las personas privadas de la libertad por delitos relacionados con drogas.
Una simple multiplicación por los años que han pasado nos dará una cifra de terror, asumiendo que el número de procesados no ha subido.
La generación de datos confiables sobre costos de la prohibición para el sistema judicial o sobre los perfiles de los detenidos por localización geográfica son valiosos, pero aún se sienten escasos para la magnitud del tema.
Instancias de la sociedad civil como Parametría han empleado tiempo y esfuerzo para levantarlos, pero muchos apenas llegan hasta 2019, antes de que el país entre en la actual ola de violencia y muerte como resultado de la expansión del negocio del narcotráfico.
Sobre esto el Ejecutivo no ha hecho nada y lo último que se supo ocurrió en 2023 cuando hubo una declaración de intenciones por parte del Ministerio de Salud Pública para preparar una encuesta sobre el uso de drogas y salud mental en Ecuador.
Con el cambio del mandato presidencial, lo más probable es que esa intención haya quedado archivada. Con todo, el punto de partida de la declaración está seriamente viciado, por decirlo suave.
¿Por qué es necesario hacer una encuesta sobre uso de drogas atada a un estudio sobre salud mental? Es urgente un replanteamiento de la conceptualización y el diseño de las encuestas sobre los usos y la prevalencia de los consumos para dejar de asumir antojadizamente, por ejemplo, que las sustancias llevan inevitablemente al declive de la salud mental.
Sin datos sobre el tangible problema de adicción a drogas ilegales como la cocaína o la heroína es realmente imposible hacer intervenciones eficaces que ayuden a esas personas.
¿Cuántos usuarios problemáticos de cocaína hay en Ecuador?, ¿cuántos usuarios de cocaína no problemáticos hay? Nadie sabe. ¿Han subido las cifras de consumo en los últimos cinco años, se han mantenido o han bajado? La mayoría dirá sin mucha idea que han subido.
Al final, las pandillas que matan por controlar territorios y venden drogas en las barriadas guayaquileñas o las cifras récord de cocaína incautadas pueden traducirse indefectiblemente a un incremento en el consumo de la población, ¿verdad? Pero, ¿cómo sabemos con certeza?
A veces no hace falta saber. Como diría Chomsky, en la mayoría de casos basta con el consentimiento manufacturado en los medios. Allí “constatamos” todo el día, todos los días que el consumo y las incautaciones no dejan de subir.
En países como Ecuador, el falso consenso derrota a la investigación social real y ante esta preocupante realidad, no hacen falta datos. “Las drogas no matan, la ignorancia sí”, decía Escohotado.
La ignorancia es nuestra desgracia nacional desde hace décadas. Y tiene un año claro de recrudecimiento: 2018. La ausencia de datos para la toma de decisiones y la eliminación de entidades y políticas rectoras que empezó con Lenin Moreno y siguieron con Lasso y ahora con Noboa ha afectado seriamente la vida de miles de familias ecuatorianas.
En 2018, Moreno arrancó con los esfuerzos concertados para desmantelar la institucionalidad cuando mediante el Decreto Ejecutivo Nro. 376 del 23 de abril suprimió la Secretaría Técnica de Drogas (SETED), el organismo técnico responsable del diseño, implementación y evaluación de la política de drogas creado tras la segunda reforma de 2015 que derivó en la Ley Orgánica de Prevención Integral del Fenómeno Socio Económico de las Drogas, un nombre intrínsecamente prohibicionista dicho sea de paso.
Un gobierno responsable está llamado a generar información y datos confiables sobre drogas ilegales para educar a su población para que tome las mejores decisiones posibles en un mundo donde las sustancias están en todas partes y no dejarán de estarlo.
Siguiendo a Moreno, Lasso incorporó su conservadurismo personal al terreno de la política de drogas y mantuvo la abyecta línea de su antecesor. Al iniciar su mandato, el investigador Ricardo Loor advertía sobre la preocupante situación del país al denunciar que “no existe una institución rectora del tema drogas, que oriente, coordine y supervise las actividades que desarrollen los diferentes ministerios, los GADs y las instituciones privadas”.
Agregó que el país no cuenta con un Plan Nacional de Prevención de Drogas debidamente financiado que integre y determine programas y proyectos que deben ejecutar los ministerios pertinentes en el ámbito de sus competencias; tampoco con un observatorio de drogas que genere información, promueva investigaciones que orienten el abordaje de la prevención y la atención integral de drogas; especialmente de la conocida como “H”, que está devastando a quienes la consumen, en su mayoría jóvenes de ambos sexos.
En algo más de dos años, Lasso no hizo nada aparte de seguir perpetuando el prohibicionismo y fortaleciendo las condiciones para las matanzas carcelarias.
Noboa heredó un país ya sumergido en el caos de las masacres carcelarias con la chapa de hombre fuerte pero sensible y conectado con las realidades de su generación; a pesar de en realidad ser solo un político joven de métodos viejos, sin profundidad de análisis y de frases prefabricadas desde el belicismo político.
Como muchos recuerdan, apenas horas después de su posesión, acusó sin fundamento alguno y sin datos en la mano a la tabla de umbrales como un instrumento que ha incrementado el consumo y consecuentemente ha destruido a la juventud. Y ordenó con teatralidad incluida su eliminación, a pesar de no ser una potestad del Poder Ejecutivo.
Las soluciones bélicas para el grave problema de inseguridad, violencia y narcotráfico han calado en la población ecuatoriana. Más allá del entendible temor ciudadano por los asaltos, asesinatos y las balas perdidas —sobre todo en ciudades de la Costa— es realmente difícil entender por qué el país le apuesta tanto a la violencia como solución a los problemas sociales.
Décadas de campañas de terror en las familias, escuelas, iglesias, asociaciones, empresas, ONGs, cuarteles, medios y otras instituciones han surtido el efecto deseado.
El apoyo al abordaje bélico es tal que en el referendo de hace semanas Noboa salió victorioso y refrendó su plan belicista. Y la mayoría de medios tradicionales lo celebró.
Desde afuera han surgido mayores dudas y medios como Americas Quarterly y Foreign Policy han señalado los serios riesgos que Noboa corre con la fortificación de sus alianzas bélicas y la falta de recursos económicos para su guerra contra los narco criminales, nada diferente a la misma Guerra Contra las Drogas de siempre pero con cara juvenil y que afecta principalmente a las poblaciones marginales y los derechos humanos más básicos de los ecuatorianos.
Sin embargo y en medio de todo esto, ciertos activistas y grupos de la sociedad civil han visto con buenos ojos algunos virajes de la política pública, por ejemplo, la reforma del Código Orgánico Integral Penal COIP de 2019 donde se despenalizó el cannabis no psicoactivo y la subsiguiente normativa ministerial, el famoso menos del 1% de THC para fines medicinales e industriales.
Concomitantemente, ahora el COIP teóricamente protege la siembra o cultivo de cannabis para un consumo personal siempre y cuando se lo haga sin propósitos de comercialización (Art. 222).
La despenalización del cannabis y el subsiguiente marco normativo impulsaron una mini fiebre por la producción de marihuana no psicoactiva a través de la emisión de licencias para la importación de semillas, el cultivo, la comercialización, etc.
Sin embargo y según algunos insiders, el sector no ha logrado llegar a donde esperaba cinco años después, las empresas y asociaciones han encontrado mercados internos pírricos y las ventas no cubren los costos de producción.
Y lo que caracteriza a muchas industrias en Ecuador también aplica al sector del cannabis: los datos sobre el rendimiento de las ventas y la expansión del negocio simplemente no se comparten.
El estigma de las drogas no le ha hecho ningún favor a los productores y consumidores de cannabis, sobre todo a los artesanales que han sido perseguidos, encarcelados y procesados en redadas indiscriminadas por parte de la Policía. Es una realidad que debe denunciarse más alto y que está pasando ahora mismo.
Sobre eso, quizás la paradoja ecuatoriana actual se cristaliza en una creciente normalización de algunos discursos positivos sobre la marihuana en contados espacios mediáticos y de la cultura a medida que el Estado y sus poderes han secuestrado con más fuerza que nunca las narrativas prevalentes en sus aliados mediáticos privados.
A propósito de eso, el caso del diario El Universo es bastante triste, pues somos testigos ahora de un medio que no oculta su alineamiento con la comunicación y las acciones del gobierno.
Estamos viviendo una ilusión de normalización con el cannabis, sobre todo tomando en cuenta que el activismo tradicional de calle ha sido reemplazado por los nuevos intereses empresariales sin mayores visiones de restitución para grupos históricamente afectados.
Con o sin THC de menos del 1%, la marihuana y la prohibición permanecen firmemente desapegados de la política de seguridad del gobierno de Noboa. Su sello político mantiene la idea demencial de que un tema tan complejo, preocupante e interesante puede arreglarse con cárcel y bala.
Y no está solo.
A la población ecuatoriana le gusta la violencia, a pesar de padecerla a diario. Los resultados del referendo —donde no hubo el mínimo esfuerzo por parte de la población por ver el problema de la narco violencia como resultado directo del prohibicionismo— han validado sus métodos.
Es particularmente expresivo el apoyo en la pregunta del Casillero A relacionado con que se permita el apoyo complementario de las Fuerzas Armadas en las funciones de la Policía Nacional para combatir el crimen organizado.
La fuerza y la violencia no son métodos para tratar con las drogas. Ante el mencionado desmantelamiento de la institucionalidad y el ataque a propuestas humanistas para abordar los potenciales consumos problemáticos y adicciones, adoptar decisiones desde el Ejecutivo que por lo menos reconozcan y apliquen la tendencia mundial de reducción de daños sería un primer pequeño paso.
El prohibicionismo ha puesto en las manos de criminales locales y transnacionales ingentes cantidades de recursos económicos para declarar la guerra a Estados pobres y sin capacidades como el Ecuador.
Como decía Ramiro Ávila en una reciente entrevista, el problema del narcotráfico es principalmente un problema de mercado. Algo de lucidez en medio de tanto atrevimiento ignorante.
Sin embargo, muy pocos atan cabos estos días. Si el azúcar fuese ilegal, habría carteles vendiéndolo en las esquinas para obtener poder y ganancias a expensas de la paz social.