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Esposadas a la Mara Salvatrucha

En colaboración con El Intercambio

Texto Elsa Cabria, Ximena Villagrán y Rosario Marina

Edición Alberto Arce Fotos Oliver De Ros

El número de mujeres presas en Guatemala se ha cuadruplicado en los últimos cinco años. El auge de los megaoperativos policiales aumentó la cantidad de procesadas por delitos vinculados a la extorsión. La historia de una presunta colaboradora de una pandilla muestra que el sistema judicial acusa con mayor facilidad a las mujeres.

Una mujer se despide de su pareja al finalizar una audiencia de sindicados por delito de extorsión en Torre de Tribunales de la Ciudad de Guatemala. Es común que los hombres pandilleros tengan abogados particulares pagados.

Agarrada a la reja, con sus uñas de brillantina por delante, Hera esquiva a las mujeres que están en el piso de la celda. Se acerca a decir que su hijo está en casa con su esposo. Está acusada de colaborar con pandilleros y, asegura, es inocente. Dice que no es más que una buena vecina que saluda a todo el mundo en su colonia y por eso la han detenido.

Hera miente. Pero hacen falta siete días para descubrir el engaño.

Esta mujer de 24 años, piel suave, pelo lacio hasta los hombros y embarazo de seis meses es vecina de Canalitos, una colonia de callejones de tierra, casas de lámina y madera al otro lado del barranco de una zona de clase media alta de Ciudad de Guatemala. Canalitos es una zona roja. Roja por la sangre de los asesinatos.

Hoy espera dentro de una carceleta estrecha que huele a pis en la tremenda oscuridad de un sótano frente a los carros de los jueces que trabajan en la Torre de Tribunales de Ciudad de Guatemala. A su alrededor unas treinta presas aguantan hacinadas cerca de un inodoro rebalsado.

Hera no se llama así. Motivos de seguridad. Hera, en la mitología griega, es la esposa de Zeus, el rey del Olimpo, un personaje con el que la mujer embarazada de las uñas pintadas tiene más que ver de lo que ella pretende. La Fiscalía la acusa de tres delitos de colaboración con la Mara Salvatrucha (MS-13) la pandilla más poderosa del mundo.

Son delitos vinculados a la extorsión, una infracción extendida en Centroamérica que implica pedir dinero bajo amenazas de muerte. Un delito muy utilizado por el Ministerio Público (MP) para acusar a pandilleros. Un delito que en otros lugares ni siquiera se comprende.

Hera, señalada de ser administradora de una célula de la pandilla MS13, y otra acusada por el mismo caso, llegan esposadas a la sala donde se realizará la audiencia en el décimo tercero nivel de la Torre de Tribunales.

Hera sale de la celda y espera frente al elevador, esposada a otra mujer. Espera porque la panza le pesa demasiado para subir quince pisos a pie. Sube apretujada, encerrada con otros detenidos y varios policías, en un aparato que no mide más de cuatro metros cuadrados. Va encadenada porque el Sistema Penitenciario intenta asegurarse de que no se escape. Con gesto soberbio, mantiene la frente en alto. Cuando entra en la sala de audiencias ve las panorámicas montañas de fondo. Se acomoda en el banco de los acusados y mira hacia una silla vacía.

El número de mujeres presas en Guatemala, sobre todo por delitos relacionados con la extorsión, creció en los últimos cinco años de manera exponencial. La cifra se cuadruplicó al pasar de 36 a 144. “Cada vez hay más mujeres procesadas”, confirmará resignado un día después de la sentencia, en el sillón de su oficina, el juez Mynor Moto, el hombre que aún no se sienta frente a Hera.

Cuando el juez llega, Hera pide un chequeo médico de su embarazo a través de su abogada gratuita asignada por el Instituto de Defensa Pública Penal. El juez dice que sí, que el único derecho que se le ha limitado es la libertad. Lo dice en serio. Neutro y por momentos paternal, no pretende hacer chiste, ironía ni sarcasmo: es el mismo tono con el que acusa. Hay cortes de luz en el edificio y faltan algunos abogados de las once personas acusadas en su caso.

Una semana después, Hera llega de nuevo al juzgado desde la cárcel de mujeres Santa Teresa. Ahora está atada a sí misma, en la misma posición, ante el mismo juez, en otra sala de la misma planta -donde se juzgan los delitos más graves-, con distinto abogado de la Defensa Pública. Esta vez, la altanería ha desaparecido. Parece ser que el marido de Hera está en la casa con su otro hijo, cuidándolo. Por eso, dice, él no llega para darle de comer un pan antes de entrar. En la sala de audiencias, acompañando a las mujeres, no hay novios ni esposos. Solo madres, padres o tías. A varios de los hombres acusados, sí les acompañan sus parejas.

Hera y otra acusada, tras una larga espera a que inicie la audiencia y sentadas en la última fila de la sala de vistas, responden al juez mientras pasa lista de los acusados.

Ese marido libre del que habla no existe. El último esposo que tuvo antes de caer detenida está preso. Al menos eso puso ella misma en el registro del más de centenar de visitas que hizo a un hombre llamado Julio César Mejía García, del que sabremos más adelante. Nunca de la boca de Hera. Mejía García cumple condena en una cárcel, al sureste del país.

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El poder de las pandillas lo tienen hombres encarcelados. El triángulo del poder en la MS-13 tiene una punta: el Consejo de los Nueve, una especie de mesa chica que da órdenes que después bajan en esa pirámide del poder.

La MS-13 es más estratégica y menos sanguinaria que su enemigo, el Barrio 18. Sólo después de advertir a un extorsionado que si no paga encontrará la muerte, ejecuta la amenaza. Por eso, y porque la fiscalía guatemalteca tiene notables limitaciones en sus posibilidades de investigación, también es más difícil seguir la pista de esta pandilla, sofisticada en la organización, la violencia y hasta la tecnología que usa para comunicarse.

En Guatemala, quedan poquísimas mujeres pandilleras [todas presas] porque, desde mediados de los dos miles, tienen prohibido entrar a la MS-13. Lo mismo sucede en el Barrio 18. Las mujeres que querían ingresar tenían que recibir una paliza de 13 segundos. Hoy son pocas las sicarias que quedan vivas o libres.

Las celdas de Torre de Tribunales de Ciudad de Guatemala miden entre 10 a 15 metros cuadrados con un solo cuarto de baño al fondo. A veces, en estas celdas, hay más 30 de acusadas esperando a sus audiencias.

Ahora, las mujeres del entorno de la pandilla desempeñan tareas como abrir cuentas bancarias, mover y lavar el dinero, dar la cara y el nombre, ofrecerse, estar en la base. Si son detenidas, entran a tribunales esposadas a delitos de presunta pertenencia a la MS-13. Pero son reemplazables. Después de que entren a la cárcel en nombre de la pandilla, no pasará demasiado tiempo para que otras ocupen su lugar.

El fiscal, con una maleta de ruedas en la mano, llega en el mismo ascensor que Hera. En esos papeles en los que ahora lee con voz rápida y por momentos ininteligible dice que Hera está acusada, junto a otras diez personas, de exigir dinero a pilotos de transporte público a cambio de no ser asesinados. Ella sólo mira al juez, no se mueve demasiado. A su derecha, un acusado sin esposas. A la izquierda, una acusada de los mismos delitos que ella. Una mujer que, se nota, conoce desde antes. Hablan poco y en voz baja.

Hasta 2009 los investigadores en Guatemala no tenían claro cómo luchar contra las pandillas aunque las dos principales, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, operaban en el país desde finales de los noventa. La creación de dos grupos élite, uno en la policía y otro en la fiscalía (Ministerio Público), sirvió para mapear e identificar quiénes eran, dónde operaban, cómo hacían dinero y cómo mataban. A partir de 2011, esas dos unidades especializadas dieron un giro a la forma de presentar los casos a los jueces: pasaron de muchas e infructuosas investigaciones individuales a armar pocos megacasos contra centenares de supuestos pandilleros. El secreto del éxito acusador fueron las escuchas telefónicas y pandilleros traidores que se convirtieron en informantes. Tuvieron un cierto éxito. Tocaron a la jerarquía.

Entre 2016 y 2017, Guatemala lanzó cinco megaoperativos contra las pandillas. Si las estructuras estaban identificadas y sus líderes -siempre hombres- estaban presos, tocaba derribar la base. Allí estaban personas como Hera, que no formaba parte del grupo criminal, pero que trabajaba -sobre todo mediante cobro de extorsiones y prestando sus cuentas bancarias- para la pandilla. En la mayoría de casos a cambio de dinero. Las detenciones de mujeres en los megaoperativos comenzaron a destacar. Había muchísimas colaboradoras. Las mujeres se hicieron visibles, alrededor de las pandillas.

Una fiscal de la Fiscalía contra el delito de Extorsión muestra una hoja informativa de la Operación Escudo, un mega operativo antipandillas a escala regional, que se ha realizado en tres fases en los últimos dos años.

a no eran operativos contra una clica -célula local- de una pandilla sino acciones masivas contra las dos principales pandillas que podían darse al mismo tiempo en distintos municipios. Así sucedió con el operativo Rescate del sur en 2016 en el que la fiscalía demostró cómo las pandillas crecían al sur del área metropolitana de la capital y que generó más de 120 detenciones en cuatro departamentos del país.

Al detener y procesar a su mano de obra, dejarían mancas a las pandillas, pensaron los funcionarios. Pero esos operarios de base, esas mujeres colaboradoras, gente que en general no siente identificación con los grupos criminales porque lo hacen por dinero, son fácilmente sustituibles. Tan prescindibles que, por no ser de la pandilla, ni siquiera tienen un abogado pagado por el grupo criminal. A finales de 2017, la operación Escudo Regional, que se desarrolló en tres operativos a lo largo de dos años, golpeó a las dos principales pandillas en Honduras, El Salvador y Guatemala, con cerca de doscientas detenciones, de las que la mitad fueron mujeres. Hera fue detenida el 18 de abril de 2018.

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Las mujeres tienen responsabilidad en la base y ninguna autoridad en la cima de la pandilla. Reciben y ejecutan órdenes sin pertenecer, sin decidir estrategias. La Fiscalía Antiextorsión investiga siguiendo la lógica de que la pandilla las expone, pero también de que ellas pertenecen a la organización criminal. Lo difícil es investigar a la MS-13 como estructura y lo fácil es llegar a las colaboradoras. Es más sencillo capturar a quien lleva el teléfono o a quien recoge el dinero que a quien da las órdenes a distancia y se queda, finalmente, con los mayores beneficios de la actividad.

Las celdas de Torre de Tribunales de Ciudad de Guatemala están en el sótano, frente al estacionamiento de jueces y magistrados. El flujo de mujeres sindicadas en estas celdas queda evidenciado con las múltiples firmas y pintadas que quedan registradas en las paredes.

El Ministerio Público acusa a Hera de exigir dinero de manera regular e intimidante a los pilotos de transporte público. La amenaza no tiene matices: es una renta a cambio de vivir. Para cometer estos dos delitos es necesario ser parte de un grupo criminal.

Supuestamente, Hera apoyaba a la clica Pewees Locos Salvatruchas, que tiene desde 2010 su principal centro de operaciones en Canalitos, ese barrio pobre y violento de la zona 24 de la capital. Desde entonces, los Pewees están señalados de amenazar, extorsionar y atentar contra pilotos de moto taxis que circulan por esa zona y contra comerciantes que aceptan pagar por no morir. También están acusados de asesinar a integrantes de la clica que se quedan con el dinero de las extorsiones.

La investigación contra Hera y las personas detenidas junto a ella se basa en tres testigos: el dueño de un moto taxi, el propietario de un negocio y una mujer ex colaboradora de la pandilla. Tres testigos que no dicen las horas, los lugares ni las formas que estas once personas usaban para extorsionar para la MS-13, esa pandilla declarada por Donald Trump enemiga pública y amenaza a la seguridad de Estados Unidos. Ninguno de los testigos describe a Hera: ni su rostro, ni sus movimientos, ni datos concretos. Nada. La señalan. Pero sin presentar pruebas.

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Una semana después de la primera audiencia suspendida, se repite la escena ante el juez. En esta ocasión, el mismo abogado defiende a Hera y a las otras dos mujeres del grupo. La camisa blanca del hombre intenta contener un cuerpo grueso y torpe. Es la primera vez que ve a sus defendidas. Pide beneficios de embarazo para una acusada que no lo está. Se quiere referir a Hera pero no sabe quién es quién. Ellas lo miran, abren los ojos intentando decirle algo. No lo hacen. El hombre casi no tiene argumentos.

El fiscal trabaja para una unidad jurídica creada en 2005 para defender mujeres y financiada por organismos internacionales. Se supone que son personas especializadas en distinguir sesgos de género en las causas con herramientas para defender a las mujeres acusadas. Está en el Instituto de la Defensa Pública Penal (IDPP) y en su lista de tareas se amontonan 1400 expedientes relacionados con mujeres solo de la capital del país.

Edith Ochoa, una mujer repleta de anillos brillantes y larga melena negra, dirige la unidad en la que trabajan 30 abogados. Explica que no puede atender el 90% de los casos que les llegan porque las acusadas no les hablan. Por miedo. O simplemente porque no quieren.

—¿Qué resultados tienen?

—Ninguno, [las mujeres] son sentenciadas —dice Ochoa sin inmutarse.

Luego matiza. El equipo de Ochoa ha logrado “tres o cuatro” sentencias absolutorias para sus defendidas en trece años.

Una trabajadora del Instituto de la Defensa Pública Penal revisa el archivo de los procesos penales. El Instituto tiene una unidad de género, que acumula 1400 expedientes relacionados con mujeres de la capital del país.

El IDPP está en un antiguo banco en el casco histórico de la capital, con techos altísimos y escaleras de madera, que conserva esa sensación de que otro tiempo pasado fue mejor. En una oscura oficina en la segunda planta, la coordinadora condiciona y limita la defensa de las colaboradoras de pandillas “hasta que no bajen los contextos de peligrosidad”. Según las cifras oficiales, eso ya ha sucedido. De 49 homicidios por cada 100,000 habitantes en 2009, Guatemala pasó a 24 en 2018. Pero la presunción de inocencia en todo lo relacionado con las pandillas y el esfuerzo del Estado por hacer algo por las mujeres de Guatemala siguen brillando por su ausencia.

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El tipo de colaboración que Hera aportaba a la pandilla se conoce en Guatemala como chequeo activo. Implica estar en período de prueba, pequeños encargos para ingresar en la estructura criminal. Al menos eso cree la fiscalía. La situación es paradójica: su entrada está vetada por ser mujer, pero también se la acusa de administradora de extorsión. Esto significa que, de confirmarse, ella es la que junta el dinero y, con órdenes de los líderes de la clica, organiza cuánto va para cada quién en cantidades que disminuyen a medida que se desciende en la pirámide del poder.

Una oficial del Sistema Penitenciario revisa a una mujer que cumple prisión preventiva por el delito de extorsión, mientras espera en el sótano de la Torre de Tribunales a su audiencia.

En la audiencia, el abogado de Hera, que no sabe nada de su vida, nunca ha hablado con ella, no sabe qué piensa, qué siente o que puede aportar en su defensa, no ve sesgo de género. No cree que la hayan obligado a nada, ni que la hayan presionado a través de su familia para que trabaje para la pandilla aprovechándose de su vulnerabilidad o de su pobreza. Utiliza como única estrategia de defensa acogerse al derecho a no declarar. En realidad, quien debería defenderla, quien sabe del caso, es otra abogada que no ha llegado a las audiencias. Los tres -la abogada oficial, la que estuvo en la audiencia anterior y el hombre de esta audiencia- trabajan bajo el mando de Edith Ochoa, la mujer de los anillos brillantes que no espera ganar casos.

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El Flaco y El Voltio son los pandilleros que dirigen desde prisión la clica de nombre Pewees Locos Salvatruchas. Ellos deciden las acciones para extorsionar, intimidar, vender droga, reclutar pandilleros y asesinar. El Flaco se llama Nixon Bantes González. El Voltio, que es el número 2 de la clica, es Julio César Mejía García, a quien Hera iba a visitar a la cárcel de El Boquerón registrándose a veces como su esposa. De los Pewees, de su forma de operar y de los integrantes de la Pewees sabe desde 2012 la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), una institución especial financiada por Naciones Unidas y que trabaja junto al Ministerio Público. Ese informe está en manos del juez que juzga a Hera y del fiscal que la acusa.

En 2017, el juez Pablo Xitumul, magistrado titular del Tribunal C de Mayor Riesgo, encargado de casos de gran impacto, condenó al Voltio: 150 años de cárcel por cinco delitos, entre ellos asesinato y violación. Sumada una causa anterior, El Voltio podría salir en libertad cuando cumpla 213 años.

Un año después, Xitumul llega a su despacho, en la planta doce de la Torre de Tribunales, se sienta en una silla junto a su sofá de visitas y comienza a hablar. “Detectamos que los patojos [jóvenes] arrastran a las mujeres”. Cree también que la justicia “revictimiza” a las mujeres vinculadas a pandillas en un país particularmente desigual. Él, explica, que se siente sensible con las mujeres de su país, y por eso siempre aplica la pena mínima a las acusadas de extorsión: de 6 a 8 años. Es la pena mínima, subraya como un acto de empatía. No es medida sustitutiva. Tampoco es absolución.

Ni El Flaco ni El Voltio están presentes en las audiencias de Hera. Pero lo parece. Su presencia planea sobre la sala. Se supone que los 11 acusados trabajaban a sus órdenes. De ellos habla primero el fiscal, que maneja miles de páginas de expediente que saca de la maleta con ruedas. Con su voz rápida y a veces inentendible, se refiere a ellos para explicar el modus operandi de la clica. Muestran fotos de dos de las mujeres. Hera no aparece en las fotos.

Argumenta historias, datos, fechas, listas, sucesos, crímenes. El turno de Hera llega cuando el fiscal calla y el juez regresa al Voltio y al Flaco varias veces más cuando lee el listado de visitas que reciben en la cárcel. Esa es la clave, la evidencia de la que Hera tendrá muy complicado defenderse. Han pasado doce horas de audiencia, el aire acondicionado enfrió tanto que la mujer se abriga con sus propios brazos y se le pone la piel de gallina. En esta vista judicial, el único que no habla de los líderes de la clica es el abogado defensor de Hera. Habla poco porque sabe poco.

Según la información en manos del juez y el fiscal, la primera vez que Hera fue a la cárcel a ver a Julio César Mejía García, ese hombre con poder, ese tal El Voltio, fue en marzo de 2015.

¿Cuáles son los acusados que no han visitado a nadie en la cárcel? Eso es un misterio. Es una información sin registrar en el expediente del caso. “Las visitas carcelarias por sí solas no se pueden tomar como prueba”, insistirá el juez Mynor Moto unos días después de la audiencia.

Las visitas carcelarias no cuentan como pruebas pero sí como razones por las cuales los jueces, como Xitumul o Moto, deniegan la posibilidad de que las personas estén libres mientras esperan que se celebre su juicio.

Una de las cajas amontonadas en el archivo del Instituto de la Defensa Pública Penal con los archivos de impugnaciones. En el Instituto indican que no pueden aplicar la perspectiva de género en el 90% de los casos porque las acusadas no les hablan.

De las funciones de Hera para la Mara Salvatrucha nada prueba el Ministerio Público. La investigación es deficiente, dice el juez Mynor Moto, desplegado en el sillón de su oficina de la Torre de Tribunales, mientras revisa el expediente. Algunas partes son un copia y pega de los informes policiales, insiste. Ninguno de los tres testigos está identificado, remarca. Todos los informes policiales, en los que se basa el MP, los firma el mismo policía, apunta. Un super policía, dice -irónico- el juez, mientras pasa las hojas, medio resignado, en la tranquilidad de un juzgado a punto de terminar la jornada. Sabe que las investigaciones son pobres, que los recursos son pocos y la voluntad pequeña.

Por eso, les quitó a la mayoría de los acusados los delitos de obstrucción extorsiva de tránsito y exacciones intimidatorias. Hera fue una de las beneficiadas. Un beneficio parcial, pues seguirá en prisión preventiva por asociación ilícita, algo que le será muy difícil quitarse de encima.

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Durante dos años, Hera entró registrándose como la novia de El Voltio. Los primeros cuatro meses de 2017 lo hizo como su esposa. Después volvió a ser la novia y así lo hizo hasta el último día de visita registrada, en marzo de 2018. En esa fecha, además, ya estaba embarazada. Hera fue a verle a prisión 102 veces. Ciento dos veces. Cada día, hora y tiempo juntos quedaron marcados en una larga lista de registros que ahora se vuelven en su contra. La presencia de El Voltio ya no planea sobre la sala, ahora la aplasta. Termina con cualquier posibilidad de salir absuelta. Pese a su relación con un líder pandillero, una relación de esta intensidad, no es suficiente para que la pandilla le pague un abogado que la defienda.

Entre los murmullos de la gente en el receso de una audiencia en el decimocuarto nivel de Torre de Tribunales, una pareja mantiene una conversación inaudible. Es común que los hombres acusados de pertenecer a una pandilla sean acompañados por sus parejas, mientras que las mujeres sólo son visitadas en las audiencias por sus familiares porque sus parejas las han abandonado o están presos.

Antes de las nueve de la mañana del 20 de marzo de 2018, Hera entró por última vez a ver al Voltio. Pasaron casi ocho horas juntos. Fue la visita número 102. Fue un mes antes de ser detenida. Ella, acusada de ser la administradora de la extorsión en la clica de una pandilla enemiga de Estados Unidos, tuvo que ser atendida por un defensor oficial que ni siquiera se aprendió su nombre.

**Este reportaje forma parte de la serie Las colaboradoras, un proyecto periodístico sobre el papel actual de las mujeres en las pandillas de Centroamérica. Una iniciativa de El Intercambio financiada por Internews**

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