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Los Otros

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

Esperando a los bárbaros, Konstantinos Kavafis

El orden en que se sustentan nuestros esquemas de validación de la vida cotidiana suele parecernos inmutable. Suponemos que levantarnos a determinada hora para realizar determinadas actividades y para cumplir ciertos roles, generalmente matizados por su articulación con el “trabajo productivo”, ha sido la vocación de todo hombre y toda mujer desde que el mundo es mundo. Son estos regímenes de percepción y relación con nuestros entornos y de aquellos elementos que los conforman, los que, por lo menos en principio, nos permiten construir y proyectar nuestro yo social y aprovechar sus posibilidades. Es así que resulta inusual detenernos a pensar en las razones por las que hemos internalizado la vigencia casi ineludible de estos modos de vivir, más aún si al reproducirlos gozamos de algún tipo de privilegio.

Fuimos educados para aspirar a las mismas cosas, para actuar desde los mismos valores y para preservar las mismas estructuras que posibilitan que personajes deliberadamente homogéneos como Pedro Picapiedra (en la prehistoria) y Super Sónico (en un lejano futuro) habiten con indiferencia distintos momentos de una Historia que se repite ad infinitum: una familia nuclear heteropatriarcal, un trabajo heteropatriarcal, unos modelos de acumulación heteropatriarcales…

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La referencia al trabajo de Hannah Barbera (y sus inolvidables tiras cómicas) no debería ser tomada sin una intención precisa. Una buena parte de las idiosincracias que nos rigen en la actualidad son producto de un cuidadoso adoctrinamiento que busca instaurar una visión unívoca de la realidad y de formas de organización política, económica y social.

Es una de las estratagemas más efectivas del poder y de quienes lo detentan, precisamente para preservarse y legitimarse desde hace siglos. Su uso por parte de las élites puede rastrearse en el tiempo.

Tiene su origen en el carácter divino que permitió el fortalecimiento ideológico de estructuras basadas en la apropiación arbitraria de los medios de producción (y de sus excedentes), intrínsecas tanto a los primeros conglomerados del Neolítico como de esas inéditas sociedades feudales.

Estas “verdades” categóricas pronto caracterizarán todo proyecto de dominación política con esperanzas de consolidación, tanto en la antigüedad como en el medievo y la modernidad. Confucio argumentó con entusiasmo la necesidad de que se permita “al gobernante ser gobernante” y al “súbdito ser súbdito”.

Platón ya advertía que atentar contra el orden de clases representaba una amenaza inaceptable para la Civitas. En la India, el sistema de castas se instituye apelando a un designio inequívoco previsto por la Palabra Sagrada.En efecto, es a través de una idealización de la cultura imperante que se posibilita una estratificación funcional y subsidiaria de la sociedad que la pone, con violencia explícita o con complicidad inconsciente, al servicio de sus agendas e intereses.

Evidentemente toda jerarquización se funda en el reconocimiento y en la convención de unas supuestas diferencias de esencia, de hecho, de derecho, de origen y de rol entre quienes participan regularmente de la vida social (nobles – súbditos, patrones – esclavos, empresarios – empleados, ricos – pobres) y que, de una u otra forma, resignifican la noción de la figura del “otro”.

Estas diferencias se han venido empleando para reivindicar o para deplorar aquello que pudiera beneficiar o perjudicar la salud y el buen estado de las tramas del poder, en cualquier escala y circunstancia (local, nacional, regional, global).

Así, los procesos de autenticación de la clase dominante se impondrán bajo la subordinación/invisibilización/estigmatización ontológica de esos ajenos, es decir esos “otros” que no pertenecen y que en determinadas ocasiones terminan volviéndose incómodos.

En una reciente entrevista, el filósofo español Javier Gomá enfatizaba que bajo el despliegue y la opulencia del poder durante el auge de la revolución industrial, la condición de un niño o de un anciano que trabajaba sin descanso 18 horas al día (subordinación), o de la mujer que podía ser golpeada, violada o asesinada impunemente (invisibilización) estaban muy lejos de escandalizar a nadie.

Tampoco escandalizó la deliberada criminalización de la población afroamericana (estigmatización) una vez aprobada la Proclamación 95 (o de Emancipación), en Estados Unidos, en 1863 y que alcanzó su paroxismo con el estreno de “El Nacimiento de Una Nación”, en 1915. Sendas situaciones fueron parte de un paisaje normalizado por la voracidad de un capitalismo expansivo que incorporó o desechó a personas, etnias, ciudades y naciones sin remordimiento.

  protesta indígena ecuador 2En la actualidad, la consecución de ciertos logros (en materia social, política, económica) y la conquista de determinados derechos (civiles, laborales, etc.) hacen pensar en la generalización de contextos más justos y democráticos.

El mismo Gomá, continuando su reflexión sobre la condición de las mujeres, dice que a pesar de que aún ahora “siguen siendo víctimas de violaciones, antes no se le daba ese nombre, porque no se reconocía dignidad a esas mujeres y, por tanto, no se violaba nada.

La diferencia es que ya no puedes violar sin degradarte o envilecerte, sin producir asco a tu alrededor”. Sin embargo, algunas de estas cargas de sentido siguen respondiendo a proyectos deliberados del poder. Su práctica sigue apelando a ingeniosos tabús de autovalidación identitaria y continúa recurriendo a distintas idolatrías de fragmentación social que sobreexplotan unos estereotipos sobre sí y sobre los “otros”, redituables a sus fines.

Así, sus recursos continúan siendo principalmente político-culturales y se ponen en marcha por la acción combinada de la academia (institucionalización de teorías hegemónicas), los medios de comunicación (agenda-setting sin límites) y las redes sociales (manipulación de la opinión pública y fake news).

Y su influencia se afianza, de nuevo, a través de la autoridad y la suficiencia de sus expertos/especialistas. Para el escritor británico William Davies en la actualidad se atestigua, en efecto, la prevalencia de movimientos políticos que han adquirido ventaja a base de contar mentiras, retorcer la verdad e inventarse datos y la práctica recurrente de poner los asuntos públicos en manos de “expertos” de manera poco democrática.

Esta autoafirmación, agravada por la atomización de clase y por la desconexión con los “otros” sobre las que se cimienta, ha provocado que el poder se aleje inevitablemente de quienes pretende doblegar y enajenar.

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Su debilidad es justamente la brecha que el mismo propulsa, con el agravante de que ahora enfrenta a un contradictor ineludible, paradójicamente fortalecido por las ventajas que sin proponérselo le ofrece: la libertad (que el poder pensó confinar al ámbito del consumo), el conocimiento (que el poder pensó confinado al ámbito de la innovación) y la tecnología (que el poder pensó confinar al ámbito de la optimización de los procesos productivos y de acumulación).

Ese contradictor es esa gente que ha comprendido que su vida no tiene porqué estar determinada por destinos de clase, y que desde la dignidad y la ética no está dispuesta a acatar las reglas de juego que se le imponen. Uno de los ámbitos más apreciables de esa disputa será el que tiene que ver con una toma de conciencia en torno a la desigualdad. Una impresentable desigualdad.

Alex Prats, de Oxfam Intermón, la caracterizaba parcialmente así: “hoy, no es extraño que empresas que generan miles de millones de beneficios presionen a los gobiernos para mantener los salarios mínimos a raya, aunque sus empleados y empleadas tengan que vivir bordeando la pobreza.

Tampoco nos sorprende que estas empresas pongan en práctica estrategias para eludir el pago de impuestos, aunque ello tenga un impacto negativo en las infraestructuras y los servicios públicos de los que se benefician para poder funcionar”.

Lo que viene ocurriendo en Ecuador, en Chile, en Líbano,en Irak y en Francia se remite, más allá de las particularidades, a esta causa común: movilizarse contra aquello que se considera injusto e inmoral. En el análisis de Amin Malouuf, refiriéndose a la reciente crisis política en Líbano, “la gente tiene el sentimiento de que han sido robados y expoliados, de que hay una clase política incompetente y corrupta que les utiliza.

Y tienen razón”. El periodista chileno Daniel Matamala, reflexionando sobre lo que enfrenta su país revela los problemas que surgen cuando “un gabinete que más parece un club de amigos, desconectados de Chile”, se convencen de que la opinión pública se “mide a punta de hashtags y encuestas con preguntas dirigidas” y se termina declarando una “guerra” al parecer inevitable frente a una “invasión alienígena” (palabras de la esposa del presidente Piñera).

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En Ecuador, las demandas del movimiento indígena detonaron como producto de la instauración de un decreto que contemplaba la eliminación de subsidios a combustibles, y que supondría un impacto significativo en los niveles de vida de la gente.

La medida se adoptó sin contar con un periodo de socialización/diálogo/debate, se percibió como una imposición asociada con el acuerdo que el Gobierno mantiene con el Fondo Monetario Internacional y contrastó con una fórmula que permitió la condonación de multas e intereses que benefició a grandes grupos económicos. Nuevamente, la insensibilidad del poder y sus constantes subestimaciones derivaba en un conflicto que cobró la vida de al menos diez personas.

En casos como estos, quienes han llevado adelante las movilizaciones y las protestas han sido calificados de vándalos, desadaptados, rebeldes, zánganos y terroristas. El poder no ha tardado en contraatacar por medio del despliegue de todo su arsenal material, simbólico e ideológico.

Y desafortunadamente hemos caído en la trampa. Todos, en menor o mayor grado, respondimos con furia, resentimiento y prejuicio. No es casual. Todos, sin excepción, nos hemos convertido en rehenes de estructuras mentales binarias, mediocres y deshumanizantes, esculpidas por un ethos hegemónico que busca encapsularnos en bandos irreconciliables.

Una de las batallas más patéticas y degradantes ha sido la que se ha librado en redes sociales. Se trata del escenario en que se ha vuelto patente nuestro estado de polarización, en permanente retroalimentación. Davies alerta: “si uno quiere que su mensaje en Twitter sea lo más viral posible, debe contener lo que los psicólogos llaman “emoción moral”. Debes expresarte con frases como “esto es escandaloso”, o “esto es terrible”.

Si escribes un mensaje de consenso lo más objetivo posible, a nadie le interesa. Si quieres ser viral, lo mejor será afirmar algo que no se sostenga ni remotamente con hechos. Porque la lógica de la viralidad, de que algo se extienda rápidamente, tiene muy poco que ver con los hechos verificables”.

En un documental producido por Frontline de la Public Broadcasting Service PBS, ex ejecutivos de Facebook reconocían que se promueve una “visión del mundo hecha a la medida”, que las “fake news que nos dividen implican un gran engagement” y que “la clave del modelo (el algoritmo) es la polarización”.

Resulta deprimente comprobar que todo a nuestro alrededor nos lleva a replicar modos maniqueos y reduccionistas a la hora de vivir y entender nuestras vidas. Es nuestro deber intentar comprender los matices y las complejidades. Es necesario evitar a toda costa las simplificaciones. Desechemos las ideas preconcebidas que pesan sobre nuestro análisis (sobre el mundo indígena, sobre los empresarios, sobre los ricos, sobre los pobres, sobre el imperialismo, sobre el neoliberalismo,etc.).

Por lo menos pongamos esas ideas preconcebidas en suspenso. Aprendamos sin atrincherarnos. Opinemos con propiedad. Dejemos abierta la duda y la curiosidad, sobre todo si lo que sabemos está contaminado por prejuicios.

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Como sociedad no podemos emplear prácticas de autoindulgencia y desestimación tan propias del poder en su forma actual. Prescindamos del criterio ligero. La legitimidad de las demandas asociadas con las protestas es indiscutible pero debe procurar la superación de aquellos dogmas que nos han llevado a este precipicio.

Antonio Ortuño, escritor mexicano, señalaba algunos días atrás que “las elites políticas y económicas latinoamericanas son de una insensibilidad y ceguera asombrosas” que las “urnas, en general, solo han servido para perpetuar a esas élites o para ayudar a crear otras nuevas” y que en general esas nueva élites no tardan en comportarse con la misma insensibilidad y ceguera”.

Nuestra responsabilidad, la de todos, constituye erradicar precisamente esa insensibilidad y esa ceguera que secuestra nuestro buen juicio y posterga nuestra capacidad de generar relaciones libres, sanas y equitativas, desde cualquiera que sea nuestro lugar.

Se vuelve imperioso empoderar nuestra empatía para que los bárbaros (osea esos “otros”, osea nosotros) del poema de Kavafis dejen de ser vistos desde la comodidad de una simple y llana solución utilitaria y pasen (pasemos) realmente a ocupar la única condición deseable para quienes habitamos el mundo: la de seres realizados, dignos y repletos de posibilidades.

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